PRIMER CAPITULO DE "SAYA, LA NOVELA" - Una Historia de Otro Mundo.

Autor: Ricardo Riccio

Saya

Una historia de otro mundo

Por Ricardo Riccio

Basado en varios hechos reales.

Hoy, antes del alba, subí a la colina, miré los cielos apretados de luminarias, y le dije a mi Espíritu: «Cuando conozcamos todos estos mundos y el placer y la sabiduría de todas las cosas que contienen, ¿estaremos ya tranquilos y satisfechos?» Y mi espíritu me dijo: «No, ganaremos esas alturas solo para continuar adelante».

Walt Whitman

 

UNO

Buenos Aires, abril de 1971.

Los años setenta discurrían en la Argentina ferozmente. La guerrilla armada, el estado armado, la todavía lejana esperanza de ver renacer la democracia y los 20 años de edad que estallaban por todos nuestros poros marcaban un estilo de vida especial. Tratando de estudiar y trabajar, descubriendo las dificultades de la vida, con Norma, mi actual esposa, comenzábamos una relación que se ha extendido por más de 40 años.

Un lento colectivo de la línea 1 nos llevaba a los tumbos por la avenida Rivadavia hacia la Escuela Panamericana de Arte. Diseño, Publicidad, Cine y Fotografía eran materias que nos envolvían en un mundo de creatividad y nos encendían la esperanza de triunfar en un medio que comenzaba a ser altamente competitivo. El triunfo —al menos como lo imaginábamos en aquella época— no llegó, pero lo aprendido nos sirvió para ir abriéndonos paso en la vida, aunque no con pocas dificultades, pero que siempre fuimos superando. No había sido fácil tomar la decisión de comenzar los estudios de Diseño Gráfico. Sabíamos que nuestros padres, sin decirlo, pensaban que era tiempo perdido. Nosotros también dudábamos, pero el tema nos atraía. Años más tarde y después de haber vivido las experiencias y vivencias que tuvimos, pensamos en más de una ocasión en si la «atracción» era por la carrera o había «algo» más allá de nuestro entendimiento que, como una mano invisible, nos llevó a tomar la decisión y encontrarnos el primer día de nuestros estudios con alguien que nos cambiaría la vida para siempre. Es probable que nunca lo sepamos, pero la duda —entre otras miles— quedará para siempre en nuestros corazones y en nuestras angustiadas mentes. Por fin, y después de interminables trámites administrativos y burocráticos, pudimos iniciar nuestro primer año de la carrera.

 

El primer día de clase, lo recuerdo perfectamente, Norma y yo tuvimos que hacer una fila previa antes de ingresar al aula asignada, en el área administrativa (que, a esta altura y sin haber empezado nuestro curso, ya odiábamos), con el fin de verificar nuestra documentación. Con nuestra tarjeta de ingreso en manos que nos habilitaba para iniciar nuestros estudios, no entendíamos por qué la fila no avanzaba. Se parecía más a una fila bancaria o de algún ministerio que el ingreso a una actividad educativa. «Paciencia», nos dijimos. Miré para adelante, estirando mi cuello como una jirafa en busca de alimento en la copa de los árboles y, sin saber por qué, también miré hacia atrás. Entonces lo vi por primera vez. Ahí estaba haciendo fila como nosotros. Solitario en medio de la multitud de alumnos y con la mirada un tanto perdida, como rumiando pensamientos íntimos. Tendría mi altura y nunca supe o, mejor dicho, en ese momento no lo supe, aunque después lo sospeché —y Norma apoyó mi hipótesis—, por qué fue que nos cruzamos la mirada. Fue un segundo, dos tal vez, pero ambos nos miramos sin comprender. O al menos yo no comprendí por qué miré a un desconocido, pero reconozco que la profundidad de su mirada frenó mi búsqueda de «no sé qué» en la fila de alumnos. En realidad, había sido por chusma que volví mi cabeza para saber cuántos habría detrás de nosotros. Norma percibió mi súbito congelamiento, aunque fuese mínimo en el tiempo, y observó hacia donde miraba. Ella también quedó impactada por esos ojos renegridos que parecían querer decir algo. Ambos nos dimos vuelta y nos miramos. Sonreímos, sin saber bien por qué y encogimos nuestros hombros en señal de desconcierto. ¿A quién mirábamos y por qué? Más tarde lo supimos. ¿Una mente, una entidad suponemos que superior, nos había elegido entre millones de personas para vivir una aventura extraordinaria? Por supuesto, nosotros, ni siquiera lo sospechábamos y aún hoy no sabemos a ciencia cierta a qué atribuirlo.

Finalmente la fila de alumnos se movió con mayor rapidez y la empleada administrativa con voz y gestos automáticos y robóticos, una vez verificada nuestra identidad, nos indicó el número de aula y su ubicación dentro del edificio de la Escuela de Arte. Tomados de la mano, como colegiales que inician su primer grado, Norma y yo nos dirigimos hacia el lugar indicado. Ingresamos a la que sería nuestra aula por todo un largo año y elegimos un par de asientos algo alejados de la puerta de ingreso, pero cerca del escritorio donde nuestros profesores, con mayor o menor suerte, tratarían de enseñarnos los rudimentos del diseño gráfico. Con cara de pocos amigos nos mirábamos de reojo entre quienes íbamos a ser compañeros durante tres años. «Sentate aquí… no, mejor allá…», no sea cosa de errarle y tener un «plomo» durante todo un año enfrente nuestro... Cuando nos acercábamos a los pupitres elegidos y nos disponíamos a acomodar nuestra osamenta, vimos asombrados que la persona que había congelado por unos instantes nuestra vista se dirigía sin dudarlo hacia donde estábamos ubicados. Un nuevo cruce de miradas entre nosotros y el consabido encogimiento de hombros. Poco creativos, repetimos nuevamente nuestros movimientos. Finalmente, el azar (¿?), la casualidad (¿?) o la causalidad (¿?), quién sabe, nos sentó a Norma y a mi frente a Mario.

Ahí verificamos sus rasgos. Esta vez sin disimulos, ya que ambos nos quedamos mirando a la persona que sin dudar se sentó frente a nuestros escritorios. Comenzó a dejar sus útiles sobre el suyo y —sospecho— se dejó conscientemente ser observado por nosotros. Callado, de tez mate, pelo renegrido, ojos negros y vivaces, boca fina que dejaba escapar una tímida sonrisa, de 1,75 metros o un poco más de altura, muy delgado y, después y fundamentalmente, un gran amigo, fue quien ocupó nuestros próximos años con una historia que, en ese momento, debo reconocerlo, parecía obtenida de una novela de ciencia ficción.

Los pupitres de la Escuela de Arte se encontraban enfrentados y eran aptos para la colocación de un papel tamaño afiche, papeles sobre los cuales nuestras torpes manos (las mías, mejor dicho) tratarían de volcar lo aprendido de los profesores de Diseño. Nos acomodamos, hablamos con Norma en voz baja de cosas triviales que ni siquiera recuerdo, mientras esperábamos que nuestro «vecino» nos hablara. No lo hizo, por lo cual tomé la iniciativa, como buen charlatán que soy.

—¡Hola! Soy Ricardo y ella es Norma, mi novia.

Extendió su mano, que percibí algo flácida al estrecharla (en esa época, los varones prácticamente no nos saludábamos con un beso, como sucede ahora) y nos saludó a ambos. Por fin conocimos el tono de su voz. Su entonación era clara y poseía un dejo de tristeza. Con un leve acento que no pudimos ubicar de dónde procedía (nunca hubiéramos acertado, claro está), nos respondió:

—Hola, yo soy Mario…

—¿Qué tal, Mario? —dijo Norma—. Te vimos en la fila y justo te sentaste aquí.

Norma demostraba que tenía su sexto sentido femenino completamente afilado y en funcionamiento. Además, lo acicateó para provocarle una respuesta que, obviamente, no esperábamos.

—Sí… Sí… yo también los vi y los elegí…

—¿Nos elegiste? —pregunté un tanto incrédulo—. ¿Y se puede saber por qué y para qué?

Sonrió… Esperó unos segundos y luego respondió evasivamente.

—Bueno, no… lo que quiero decir es que los elegí cuando entré al aula y los volví a ver. Entonces decidí sentarme con ustedes, ya que había asientos vacíos… pero si molesto o esperan a alguien, me cambio…

—No, no, perfecto. Quedate aquí —respondió Norma—. Creo que nos llevaremos bien y seremos buenos compañeros… estoy segura.

—Exacto —respondió Mario con propiedad, como si supiera lo que iba a suceder en el futuro—. Nos llevaremos muy bien y seguramente seremos buenos amigos…

Iba a responder con una humorada a tan ocurrente y concreta respuesta para tres personas que recién se conocían, cuando en ese momento ingresó al aula el que iba a ser nuestro profesor de Diseño. Nos arrellanamos en nuestras duras sillas y mientras nos disponíamos a escuchar al docente, como pidiendo perdón, ingresó el último alumno que llegó tarde desde el primer día, algo que iba a ser un verdadero clásico para él. El único pupitre vació se encontraba frente a Norma, al lado de Mario y allí se sentó. Pidió excusas y por lo bajo se presentó.

Permiiiiso… Soy Daniel.

En voz casi inaudible le dimos nuestros nombres. Los tres. Y nos dispusimos a prestar atención como buenos alumnos.

Durante el primer recreo y mientras tomábamos un refrigerio, Mario compartió con nosotros unos breves instantes. Pensábamos que el recién llegado, Daniel, se uniría al grupo, pero parece ser que conocía —no sabíamos en ese momento el motivo— a varios profesores de la Escuela y se alejó conversando animadamente con ellos.

Pedimos unas gaseosas y aprovechamos para preguntarle a Mario algo de su vida. Nos contó que vivía en Caballito con sus padres, que estaba de novio como nosotros y que tenía la misma edad que yo, 20 años, y que su novia, casualmente, tenía la misma edad que Norma, 17 años. Hicimos lo propio: le contamos que Norma vivía en Ciudadela y yo, en Liniers. Comentamos algunos gustos que fueron coincidentes y la atracción fue inmediata. La relación, tal cual lo vaticinó Mario en nuestro primer encuentro, se inició rápidamente.

Una noche, Miriam (así se llamaba su novia) lo esperó a la salida de nuestros estudios. Era sin duda una joven encantadora con la cual inmediatamente nos correspondimos. Miriam era rubia, muy bella, delgada, con ojos claros brillantes y chispeantes, muy conversadora, simpática, y los cuatro —como era de esperar— comenzamos a compartir las vivencias propias de unos amigos de 20 años. Esa noche, como muchas otras durante el año escolar que recién se iniciaba, viajamos juntos en el subte línea A hasta la estación José María Moreno, donde ambos se bajaron para dirigirse a la casa paterna de Mario. El viaje sirvió para ratificar que nuestros gustos, nuestras costumbres, nuestras maneras de ser y vivir eran bastante coincidentes. Justamente, una de nuestras mayores concordancias era el curiosear en todo lo que fuera misterioso y oculto. A los cuatro nos fascinaba el tema.

Nos despedimos y nos comprometimos para un próximo encuentro, que no tardó en llegar.

 

La primera y segunda semana de clases transcurrieron sin grandes novedades, excepto por un detalle que, de no ser por todo lo vivido después, no habría quedado registrado en nuestra memoria. Las experiencias vividas en el futuro hicieron que esa noche en especial volviera a nuestra memoria.

Fue durante la segunda semana de clases. Los días anteriores al momento que ahora describiré, como casi todas las noches, los tres nos dirigíamos caminando por calle Piedras hasta la estación de subte sobre la avenida Rivadavia del mismo nombre. Esa noche de jueves, mientras salíamos del aula, Mario nos dijo:

—Hoy no voy con ustedes. Tengo una obligación que me va a desviar de nuestro recorrido habitual, así que nos vemos mañana.

OK, Mario —le dije—. Cuidate…

Mario se adelantó y lo vimos salir. Nos saludamos con un gesto de manos y Norma me echó una pícara miradita.

Mmm… ¿compromiso a esta hora? dijo Norma.

Ohhh, ustedes, las mujeres… Seguro que estás pensando mal.

—¡Yo no lo dije! ¡Ja, ja! Lo dijiste vos… Pero, bueno, ¿qué querés? —me respondió sonriente—. Una «obligación» a las diez de la noche y que no sea con su novia…

Bueno, bueno… ¿y si así fuere qué? Es su vida y no la nuestra.

Tenés razón… son grandecitos —coincidió Norma.

Y así, entre chanzas y sonrisas, salimos unos cuantos metros atrás de Mario.

Cuando llegamos a la puerta de salida sobre la calle Venezuela —donde estaba la Escuelay nos dirigíamos hacia la derecha para tomar Piedras, se me ocurrió —no sé por qué mirar a mi izquierda. En la otra esquina estaba Mario parado, mirando hacia ambos lados como si esperaba a alguien y con movimientos de su cuerpo que interpreté como una intranquilidad o ansiedad, vaya a saber por qué motivo. Empecé a pensar que la sospecha de Norma era real.

Mirá… mirá… —le dije a Norma—. Me parece que tenés razón: Mario está esperando a alguien.

En el momento en que Norma giró su cabeza para observar lo que yo le mencionaba. Ambos vimos cómo Mario salió corriendo hacia su derecha para la avenida Belgrano, sin esperar a que nadie llegara. Nos extrañó mucho lo que hizo porque fue algo impensado. Simultáneamente, un pequeño furgón que avanzaba por Venezuela clavó sus frenos justo en esa esquina. Intentó, por la maniobra que hizo, girar a la derecha en la misma dirección en la que Mario había echado a correr, pero se detuvo obligatoriamente ya que la calle era contramano.

«¿Qué pasó?», nos preguntamos. Varios alumnos que estaban en la vereda vieron la maniobra e incluso alguno intentó llegar hasta la combi para ver si habían tenido un problema, pero, en ese momento, el vehículo arrancó raudamente su marcha y continuó por Venezuela para perderse en la noche porteña, al igual que Mario, pero en dirección opuesta.

Pensábamos que se había dirigido a la boca del subte, pero cuando Norma y yo llegamos, Mario tampoco estaba ahí.

Tomamos nuestro subte y, una vez sentados, le pregunté a Norma.

¿Viste qué raro? ¿Lo estarán siguiendo?

No sé me contestó. No está bien meterse en la vida de los demás, me dijiste hace un rato. Es su problema. Se habrá cansado de esperar y salió corriendo para tomar un taxi o un colectivo en lugar del subte… Qué se yo…

Sí, tenés razón… pero el auto o la camioneta, esa sí que me extrañó.

¿Qué te extrañó?

Nada, no sé. La maniobra que hizo como queriendo doblar en contramano y que los tipos llevaban anteojos oscuros y mamelucos… los vi bien.

¿Y qué tiene que llevaran anteojos negros?

¿Qué tiene? Y —respondí—, tiene que son más de las diez de la noche y que yo sepa el sol a esta hora no encandila…

Tonto… —me respondió Norma con una sonrisa.

Decidimos, sin decirlo, abandonar el asunto de Mario y la camioneta. Nos apretamos uno al otro en el asiento y, abrazados, esperamos que el subte arribara a la estación Primera Junta. Como dije, no mencionamos más el tema durante el recorrido por debajo de Buenos Aires, pero el episodio había quedado grabado en nuestras mentes, aunque no lo supiéramos.

Después de ese incidente, digamos, un tanto extraño, aunque podría tener un montón de explicaciones distintas y todas ser coherentes, todo volvió a la normalidad. Las clases, el refrigerio, la vuelta a casa, el estudio y el trabajo.

Así fue que —dentro de esa aparente normalidad y antes de que finalizara el primer mes de clases, pactamos con Mario y su novia una salida.

Finalmente convinimos en reunirnos en la casa de mis padres, en Liniers, y el programa fue leer un libro que en ese momento era un gran best seller.

En una noche de vela, leímos entre los cuatro y en voz alta El exorcista. Un miedo feroz pero intenso y que nos proporcionaba un extraño placer recorrió nuestros cuerpos y mentes. Entre porciones de pizzas, gaseosas para las chicas y cervezas para nosotros, la noche transcurrió casi sin darnos cuenta. Finalizada la lectura, el tema de la ouija que desencadena el drama del libro, nos quedó «picando».

La organización de las actividades para el próximo fin de semana surgió inmediatamente. El libro nos dio un empujoncito para que fuéramos ingresando a una historia tan maravillosa y peligrosa como fantástica. Teníamos que jugar a la ouija.

 

Así fue como, en la vieja casa de mis padres, más precisamente en el amplio comedor, hicimos todos los preparativos para iniciar el juego-experiencia que nos llevó también a nosotros, como lo hizo con la protagonista del libro, a un viaje increíble. «Jugamos» (si es un juego) sin demonios a la vista —creemos—, pero con varios sustos de los cuales de algunos aún no nos hemos recuperado totalmente. En el medio del ambiente elegido se ubicaba una amplia mesa de comedor. De sólida madera, construida a la antigua, tenía espacio suficiente como para albergar a ocho o diez personas. Para nosotros sobraba espacio.

Durante la semana, Norma y yo (más ella que yo, dado que es muy habilidosa), confeccionamos, de acuerdo a lo que leímos en el libro mencionado, el famoso tablero ouija.

Finalmente llegó esa noche. Nos sentamos ambas parejas enfrentadas y colocamos el tablero ouija «artesanal» en el centro geográfico de la amplia mesa. En esa posición, los cuatro alcanzábamos cómodamente con nuestras manos la famosa copa invertida que, a hurtadillas, habíamos tomado del juego de copas que mis padres atesoraban, ya que provenían de los regalos de su casamiento. Por supuesto, ninguno de nuestros progenitores y familiares directos sabía a qué nos íbamos a dedicar esa noche. Tampoco se enteraron, hasta el momento en que decidí escribir mi primer libro, de todos los episodios que vivimos durante los años que estuvimos en contacto con Mario. Pero volvamos a esa noche, que fue el puntapié inicial de las aventuras por venir.

A media luz, con la copa dada vuelta sobre el tablero ouija, con nuestros dedos tensos apenas rozando la base de la copa y los cuatro concentrados tratando de invocar algo, o a alguien, comenzó la sesión.

Durante la semana previa a la «sesión de la ouija», tratamos de informarnos un poco sobre este supuesto «jueguito» y, dentro de los pocos datos que conseguimos, alguno de ellos sugería que, para no sugestionarse ni asustarse demasiado, no hay que hacer preguntas sobre el futuro. ¿Por qué? Bueno, porque los supuestos espíritus, entidades o lo que sean que se acercan al tablero, tienden, en general, a hacer bromas de mal gusto.

Por ejemplo, un consejo decía nunca preguntar el resultado de un próximo partido de fútbol, porque puede contestar que tal le va a ganar a cuál, pero «vos no lo vas a ver porque te habrás muerto». Mejor, entonces, no preguntar sobre cosas futuras. Decidimos a la sazón, siguiendo los buenos consejos, preguntar trivialidades, por ejemplo, si éramos estudiantes o si trabajábamos, recordando siempre que el juego era más ágil si las respuestas se circunscribían a un ‘sí’ o a un ‘no’.

A medida que le íbamos tomando la mano al juego y pasado el primer susto de ver que la copa se movía por los motivos que fueran y que jamás pudimos comprender y entender, nos atrevimos a preguntar algo —en esa escala— un tanto más complejo. Decidimos preguntar, entonces, nuestros nombres. Una buena manera —pensábamos— de saber cuánto había de verdad y cuánto de imaginación o superstición en este tema.

Cuando llegó mi turno, la copa respondió, como era de esperar, ‘Ricardo’, recorriendo torpemente las letras. Luego fue el momento de ‘Norma’, luego ‘Miriam’, y en estos dos casos también la respuesta fue la correcta. Por último, llegó el turno de Mario y, obviamente, esperábamos —como las veces anteriores— la respuesta lógica, ‘Mario’. Sin embargo, para nuestro asombro, la copa deletreó ‘Saya’.

Pensamos que algo no funcionaba bien. Al final, este tema de la copita era un fiasco. Si bien acertar tres de uno no era un mal promedio, la respuesta tan insólita con respecto al nombre que le adjudicó a Mario nos sembró la lógica duda. El propio Mario se extrañó o, al menos, eso aparentó.

Decidimos entonces, para despejar dudas, hacerlo por separado, primero cada uno de nosotros, luego por parejas y, finalmente, solo los tres, sin Mario. Ante nuestra gran sorpresa, la copa seguía recorriendo el improvisado tablero Ouija hecho a mano y señalando las letras ‘s’, ‘a’, ‘y’, y por último, nuevamente, la ‘a’. No había duda de que, para la copa, nuestro amigo se llamaba ‘Saya’ en lugar de Mario. Insistimos, con algunos intervalos donde aprovechábamos para preguntarnos qué estaba sucediendo sin, por supuesto, encontrar la respuesta adecuada. La contestación del tablero ouija a nuestra insistente pregunta sobre la identidad de Mario y durante la ya avanzada madrugada de aquel sábado fue siempre la misma: Saya. Ante la insólita situación, decidimos dar por finalizada la jornada. Estábamos realmente cansados y así nos despedimos hasta el próximo lunes en que nos veríamos en la Escuela de Arte. Aprovechamos el domingo para pensar si algún día podríamos desentrañar el misterio de por qué a Mario la copa lo llamaba Saya.

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